Este cuento de Abraham Valdelomar es un hermosísimo y conmovedor recuerdo de infancia. Pocos escritores latinoamericanos han cultivado este género de manera tan bella y delicada. El autor lleva a cabo aquí un trabajo en el que la perfección de cada frase, de cada párrafo, conduce al lector a una suerte de sueño, de duermevela en el que los sentidos y la razón parecen anestesiados. Al terminarlo, despierta con la sensación de que entró, sin darse cuenta, en el más bello de los mundos.“Amanecía, en Pisco, alegremente. A la agonía de las sombras nocturnas, en el frescor del alba, en el radiante despertar del día, sentíamos los pasos de mi madre en el comedor, preparando el café para papá. Marchábase éste a la oficina. Despertaba ella a la criada, chirriaba la puerta de la calle con sus mohosos goznes; oíase el canto del gallo que era contestado a intervalos por todos los de la vecindad; sentíase el ruido del mar, el frescor de la mañana, la alegría sana de la vida. Después mi madre venía a nosotros, nos hacía rezar arrodillados en la cama con nuestras blancas camisas de dormir; vestíamos luego y, al concluir nuestro tocado, se anunciaba a lo lejos la voz del panadero. Llegaba éste a la puerta y saludaba. Era un viejo dulce y bueno, y hacía muchos años, al decir de mi madre, que llegaba todos los días, a la misma hora, con el pan calientito y apetitoso, montado en su burro, detrás de los dos “capachos” de acero, repletos de toda clase de pan: hogazas, pan francés, pan de mantecado, rosquillas..."
Este cuento de Abraham Valdelomar es un hermosísimo y conmovedor recuerdo de infancia. Pocos escritores latinoamericanos han cultivado este género de manera tan bella y delicada. El autor lleva a cabo aquí un trabajo en el que la perfección de cada frase, de cada párrafo, conduce al lector a una suerte de sueño, de duermevela en el que los sentidos y la razón parecen anestesiados. Al terminarlo, despierta con la sensación de que entró, sin darse cuenta, en el más bello de los mundos.“Amanecía, en Pisco, alegremente. A la agonía de las sombras nocturnas, en el frescor del alba, en el radiante despertar del día, sentíamos los pasos de mi madre en el comedor, preparando el café para papá. Marchábase éste a la oficina. Despertaba ella a la criada, chirriaba la puerta de la calle con sus mohosos goznes; oíase el canto del gallo que era contestado a intervalos por todos los de la vecindad; sentíase el ruido del mar, el frescor de la mañana, la alegría sana de la vida. Después mi madre venía a nosotros, nos hacía rezar arrodillados en la cama con nuestras blancas camisas de dormir; vestíamos luego y, al concluir nuestro tocado, se anunciaba a lo lejos la voz del panadero. Llegaba éste a la puerta y saludaba. Era un viejo dulce y bueno, y hacía muchos años, al decir de mi madre, que llegaba todos los días, a la misma hora, con el pan calientito y apetitoso, montado en su burro, detrás de los dos “capachos” de acero, repletos de toda clase de pan: hogazas, pan francés, pan de mantecado, rosquillas..."