Esa noche, el usurero Jacinto Cortés estaba dedicado a lo que más le gustaba hacer, recontar los fajos de dinero y las joyas que ha ido atesorando, cada billete de 500 euros, cada collar, pulsera y anillo tiene detrás una historia propia de engaño y codicia, una víctima distinta, algo especial y característico que lo hace diferente, digno de recordar y de lo que vanagloriarse. Con la caja de caudales a su espalda, abierta de par en par mostrando sin pudor cuanto almacena al alcance de cualquiera, Cortés está confiado, desconoce que al otro lado de la puerta de su despacho de prestamista, como él dice de su oficio de ladrón de guante negro, que lo separa y aísla del mundo y cree lo pone a salvo, alguien muy próximo a él, como un ave de rapiña que desde el cielo planea en busca de una confiada presa, lo tiene en su punto de mira y espera el momento adecuado para caer sobre él. Cortés tiene un trabajado historial sobrecargado de cicatrices físicas y mentales, también de muescas con los nombres de los enemigos que dejó por el camino. A los 17 años huyó de su Extremadura natal y del porvenir de destripaterrones que le aguardaba, dejando tras de sí el cadáver de don Gabriel, el cacique culpable de la muerte de su madre, María la Larga. Barcelona fue su lugar de adopción: El puterío del Barrio Chino, la picaresca, el estraperlo, el dinero fácilmente ganado, apostado y perdido, la violencia como lenguaje fueron su escuela, su forma de vida y su manera de hacerse rico. En las páginas de No dar papaya aparecen todos los tipos de delincuencia imaginables, en ocasiones con el engaño, la miseria y la necesidad de los más débiles como fondo: la pederastia, el robo, el juego, la extorsión, las apuestas ilegales, la corrupción; pero en otras ocasiones con la maldad en estado puro como único motor: la explotación, la prostitución, el crimen por el crimen. Cortés las ha hecho suyas y al amparo y por compañía del poder establecido se ha movido entre ellas con total impunidad, aprendidas y tomadas prestadas de los rincones y ambientes más sórdidos y lumpen de la Ciudad de los Prodigios: callejones con olor a orines, cabarets, prostíbulos, timbas. De la mano de Jacinto Cortés, No par papaya refleja una Barcelona alejada de La Bonanova, la Diagonal o Pedralbes, hundida en las Tierras Negras, la calle de Robadors, de Las Tapias, con sus clínicas de lavajes y sus servicios de todo a dos duros, o a un euro, porque hay cosas que son inmutables. Una ciudad donde casi todo, tal vez todo, está en venta si uno está dispuesto a pagar su precio. Un espacio aparentemente amable y hospitalario, pero donde impera el onceavo e implacable mandamiento de la Ley de Dios: No dar papaya.
Esa noche, el usurero Jacinto Cortés estaba dedicado a lo que más le gustaba hacer, recontar los fajos de dinero y las joyas que ha ido atesorando, cada billete de 500 euros, cada collar, pulsera y anillo tiene detrás una historia propia de engaño y codicia, una víctima distinta, algo especial y característico que lo hace diferente, digno de recordar y de lo que vanagloriarse. Con la caja de caudales a su espalda, abierta de par en par mostrando sin pudor cuanto almacena al alcance de cualquiera, Cortés está confiado, desconoce que al otro lado de la puerta de su despacho de prestamista, como él dice de su oficio de ladrón de guante negro, que lo separa y aísla del mundo y cree lo pone a salvo, alguien muy próximo a él, como un ave de rapiña que desde el cielo planea en busca de una confiada presa, lo tiene en su punto de mira y espera el momento adecuado para caer sobre él. Cortés tiene un trabajado historial sobrecargado de cicatrices físicas y mentales, también de muescas con los nombres de los enemigos que dejó por el camino. A los 17 años huyó de su Extremadura natal y del porvenir de destripaterrones que le aguardaba, dejando tras de sí el cadáver de don Gabriel, el cacique culpable de la muerte de su madre, María la Larga. Barcelona fue su lugar de adopción: El puterío del Barrio Chino, la picaresca, el estraperlo, el dinero fácilmente ganado, apostado y perdido, la violencia como lenguaje fueron su escuela, su forma de vida y su manera de hacerse rico. En las páginas de No dar papaya aparecen todos los tipos de delincuencia imaginables, en ocasiones con el engaño, la miseria y la necesidad de los más débiles como fondo: la pederastia, el robo, el juego, la extorsión, las apuestas ilegales, la corrupción; pero en otras ocasiones con la maldad en estado puro como único motor: la explotación, la prostitución, el crimen por el crimen. Cortés las ha hecho suyas y al amparo y por compañía del poder establecido se ha movido entre ellas con total impunidad, aprendidas y tomadas prestadas de los rincones y ambientes más sórdidos y lumpen de la Ciudad de los Prodigios: callejones con olor a orines, cabarets, prostíbulos, timbas. De la mano de Jacinto Cortés, No par papaya refleja una Barcelona alejada de La Bonanova, la Diagonal o Pedralbes, hundida en las Tierras Negras, la calle de Robadors, de Las Tapias, con sus clínicas de lavajes y sus servicios de todo a dos duros, o a un euro, porque hay cosas que son inmutables. Una ciudad donde casi todo, tal vez todo, está en venta si uno está dispuesto a pagar su precio. Un espacio aparentemente amable y hospitalario, pero donde impera el onceavo e implacable mandamiento de la Ley de Dios: No dar papaya.